19Feb,17

2 cuentos de Alfredo Bryce Echenique

alfredo bryce echenique 2

Hoy celebramos el cumpleaños número 78 del reconocido escritor nacional Alfredo Bryce Echenique (1939). Entre sus premios más reconocidos está el que ganó en 1968: el Premio Casa de las Américas en La Habana, Cuba por el libro de cuentos Huerto Cerrado.

Proveniente de una prominente familia de banqueros, se educó en el seno de la vieja oligarquía limeña y cursó sus estudios primarios y secundarios en colegios ingleses en Lima. Se licenció en Derecho y obtuvo el título de Doctor en Letras en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima. En París se diplomó en la Sorbona en Literatura francesa clásica (1965), Literatura francesa contemporánea (1966), Magister en Literatura Universidad de Vincennes, París (1975), Doctor en Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima (1977).

En 1964 se trasladó a Europa y residió en Francia, Italia, Grecia y Alemania. Desde 1984 radica en España aunque suele pasar largas temporadas en su tierra natal. Cuando regresó a ella en 1999, se encontró con el irrespirable Perú de Fujimori y fue víctima de un secuestro y de una paliza por no haber querido aceptar una condecoración que quiso otorgarle el mandatario. Regresó, pues, a Barcelona en 2002 y publicó su segundo libro de memorias, Permiso para sentir, en 2005, denunciando ácidamente la transformación de Perú.

Pero así como su carrera está plagada de reconocimientos, el escritor de “Un Mundo para Julius” estuvo acusado de plagio de artículos periodísticos siendo condennado a pagar una multa de 53 mil dólares por la copia de 16 textos de 15 autores diferentes.

En Dosis recogimos dos de sus mejores cuentos.

EINSEHOWER Y LA TIQUI-TIQUI-TIN

Te quiero, gordo, tú sabes muy bien que te quiero, que estoy inevitablemente unido a ti por algo que viene de mu

Te quiero, gordo, tú sabes muy bien que te quiero, que estoy inevitablemente unido a ti por algo que viene de muy lejos, pero tú tienes que respetarme, ¿has oído?, respetarme. Si no, no puede ser, cómo va a poder ser si cada vez más me miras con ironía, hay algo irónico en tu cara cuando estás conmigo, y además, cada vez estás menos conmigo. Nos estamos distanciando, ¿no es cierto? ¿O sea que la vida también puede en ese sentido conmigo? ¿Nos distancia?, ¿nos separa? No, gordo, a mí no me separará nunca de ti, no puede, es más fuerte que todo, a veces me parece que voy a pasarme el resto de la vida sentado y hablándote, recordándote, maldito el daño que me está haciendo tu prosperidad. Eso es, tu prosperidad, tú entraste con el pie derecho en el asunto, yo no pude, pero no debes olvidar, que también yo fui un día como tú, mejor que tú, maldito sea lo que empezó a hacerme sentir mal en el mundo. Tú, en cambio, qué bien te has sentido siempre en la vida. Siempre, gordo. Gordo, fuiste siempre gordo, fuimos la gran pareja, ¿no es cierto? Fuimos don Quijote y Sancho, Laurel y Hardy, Abbot y Costello, fuimos el gordo y su amigo el flaco, fuimos cojonudos juntos y ahora pienso que me pasaré el resto de la vida preguntándome en qué momento, ya sé que fue porque yo fallé, en qué momento se fue a la mierda todo eso. Debió ser en el colegio, pero no, cómo iba a ser en el colegio si allí recién nos conocimos. Entonces debió ser durante la Universidad, sí, sí, fue entonces, fue durante la Universidad, lo que pasa es que recién ahora se nota, bueno, ahora se nota terriblemente, más importante sería saber en que momento empezó a notarse. Esto. Esto es lo que quiero discutir contigo pero claro, ya lo sé, tú no tienes tiempo para discutirlo, y además, no es importante. Nada es importante para ti, gordo, nada, y por eso el asunto se está poniendo feo y uno de estos días me vas a prestar dinero y ahí sí que se va a arruinar todo. Ya lo verás el día que me prestes dinero todo se va a ir a la mierda definitivamente, todo, y no sólo porque seguro que no voy a poder pagarte, sino que un mes después me vas a prestar otra vez dinero y entonces cada vez que vaya a buscarte vas a creer que vengo por otro préstamo. Y como muchas veces va a ser verdad, se va a venir abajo lo poco de respetabilidad que me queda y ya me veo siempre consciente de que me puedes prestar dinero. No, gordo, no dejes que venga ese momento, te quiero, eso tú lo sabes, ya sé que no andas con mucho tiempo disponible para esa clase de sentimientos, pero tienes que tener un cuidado enorme conmigo, sobre todo tienes que impedir completamente que sea la quinta vez en que te pido dinero. Gordo, que eso no pase nunca por favor, nunca me trates como el amigo al que le fue mal, y sobre todo, nunca seas conmigo el amigo al que le fue bien. Nunca, gordo, nunca por la sencilla razón de que ese día ya no seremos amigos, ¿comprendes?, seremos un viejo compromiso. ¡Ah!, que difícil debe ser todo esto para ti, para ti con tu ironía famosa, con tu maldito sentido del humor, ese deje corrosivo con el que tantas cosas destruimos mientras yo, humorista por excelencia, me iba destruyendo a tu lado, en silencio, con una carcajada que acompañaba a la tuya… ¡Ah!, gordo, cómo nos cagábamos en la humanidad entera. Por eso, fíjate bien, por eso hay que tener un cuidado enorme sobre este último punto. Si tú un día me prestas dinero por quinta vez será igualito que en el entierro de mi abuelo, yo tan nervioso y tú tan socialmente atento, gordo, cómo saludabas, cómo cumplías, cómo quedabas bien, cómo me quitaste hasta la pena de esa muerte cuando nos fuimos juntos a comentar el entierro a un Café. Sinvergüenza, gordo de mierda, te veo pasearte por los salones de aquella maravillosa casa, la última de mi familia, la última gran casa de mi familia… La vendimos, gordo, bueno, esto tú ya lo sabes, era el fin, el principio del fin, había muerto el último de los grandes y no quedaba nadie para que la cosa volviera a empezar. ¿Quiénes quedábamos? Mi hermano y yo, dos tipos problemáticos, algo desadaptados ya; herederos de una fortuna en que había más recuerdos que fortuna, herederos de unos nombres que nos quedaban grandes; cansados, asustados, no muy bien acostumbrados a quedarnos solos. Pero a lo que iba, gordo, a lo que iba. Al asunto del entierro… ¡Ah!, gordo, te veo pasearte por los salones evaluando los objetos que dejaba mi abuelo, uno a uno los fuimos vendiendo, bueno, eso tú ya lo sabes, lo sabes perfectamente porque fue tu papá el que se compró las estatuas de mármol. Eso, por ejemplo, no debieron hacerlo, y sin embargo todo Lima lo hizo. Cómo se ve que nunca has sentido lo mismo, cómo se ve que nunca has soñado como yo con la casa del abuelo, lo último, lo último que quedaba, cómo se ve que nunca has sentido que cada casa rica de Lima es hoy un pequeño museo en el que se exhiben cosas que fueron mías, que me pertenecían, gordo. Todas esas cosas que tú te paseabas tasando el día del entierro, segurito que estabas pensando a ver cuánto les queda a éstos. Cuánta gente más habrá venido a ese entierro con la misma idea, casi como futuros compradores. Pero después, lo otro, a lo que iba, se murió el hombre que más había querido en el mundo, y sin embargo esa misma noche me estaba riendo contigo en un Café, cómo nos matamos de risa cuando los evocamos, cuando los recordamos visualmente, con ese humor tan nuestro. Recuerdo que tú los mencionaste y que los dos vimos exactamente lo mismo: los cinco viejitos formando grupo aparte en el entierro, alejados, distanciados de los otros, del edecán del Presidente de la República, del Ministro de Hacienda, de los altos representantes de la Banca que tú ya reconocías uno por uno, hasta saludabas, mientras que a mí como que me daban miedo. Y los cinco viejitos alejados, tímidos, sufriendo tal vez más que los otros, los que venían por los honores, por obligación, ellos en cambio no, gordo, ellos venían porque lo admiraban, porque seguro que alguna vez mi abuelo desde sus altos cargos les había prestado cinco veces dinero… Los evocaste ahí en el Café, gordo, e inmediatamente los vimos y soltamos la carcajada cuando tú dijiste son los cinco compañeros de colegio a los que les fue mal en la vida. Ya ves, gordo, entiéndelo ahora, nunca me vayas a prestar cinco veces dinero porque entonces me vas a convertir en el compañero al que le fue mal en la vida, y en adelante sí que va a ser difícil que nos podamos seguir viendo. Ten cuidado, gordo, eso no te es difícil ni imposible, te sobra inteligencia, te sobra tacto, y no vayas a repetir escenas de las que los dos nos reíamos ahora que yo… Ten cuidado, gordo, mucho cuidado, cuida hasta el tono en que me contestas cuando te hablo por teléfono, la cara que le pones a tu secretaria cuando te dice es otra vez su amigo, señor estoy viendo esa cara, gordo, y simplemente te digo que tienes que evitarla, que tienes que evitar la cara en sí y aquello que sientes que hace que pongas esa cara. Y no me digas que es la misma que le pones a todo el mundo, te quiero hace demasiado tiempo como para no conocerte, gordo, tus caras me las sé todas de memoria, no hay una sola que no hayamos perfeccionado los dos juntos en aquel Café en que nos pasamos media vida en la época de la facultad… El Café, gordo, aquel famoso Café donde te conté, donde por lo menos traté de contarte qué exactamente era lo que sentía aquellas primeras veces en que no estuve conforme con lo que nos esperaba en la vida. Pero no te lo dije todo, gordo, como si yo mismo no supiera bien qué era lo que pasaba, no te lo dije todo porque decírtelo hubiera sido ponerme por primera vez entre los tipos de los que nos matábamos de risa. Eisenhower, por ejemplo. Déjame hablarte de él, por una vez en la vida déjame hablarte de él. No, no me salgas con que olvide eso y que piense más bien en la que pescamos a uno igualito a Tennessee Williams. Yo quiero hablarte de Eisenhower porque con él nos divertimos más que con cualquiera, pero también porque a causa de él fue que ocurrió eso, eso que tú no quieres ver, gordo, porque es tanto más agradable recordar a Tennessee Williams… ¡Ah!, qué buena vida… Años felices con propinas y sin más gastos que el Café; años que pasamos sentados buscando gente que se pareciera a alguien, buscando lo que llamábamos las Vidas Paralelas, uno que por su pinta de judío nervioso y tembleque se pareciera a lo que por su teatro tenía que ser Tennessee Williams, cómo nos matamos de risa el día en que apareció el judío ése desesperado con sus propios gestos, Tennessee Williams, gritaste tú, y yo en el acto aprobé, sí, sí, igualito, así tiene que ser, ¡ah! cómo nos reímos… Sentados en el Café mañana tras mañana, completamos mil tomos de las Vidas Paralelas, de las equivalencias universales, Lima como un museo de cera viviente en el que se paseaban Manolete, un Winston Churchill exacto que pescamos aquella vez, ¿te acuerdas? ¿Y te acuerdas del Pío Baroja que encontramos una vez sentado en un banco de la Punta? Macanudo. Pero nunca encontramos uno mejor que Eisenhower, ni nos reímos del asombro porque ése no sólo era como debía ser Eisenhower, ése se le parecía de una manera realmente asombrosa, era su exacta repetición en el Perú. Lo perseguimos, le dimos vueltas alrededor, ése sí que nos encantó y qué suerte que fue precisamente paseándose por el Café que lo encontramos. Siguió apareciendo, tarde tras tarde paseaba por ahí con cara de gringo viejo despistado, con una impresionante cara de loco, ni más ni menos que si alguien hubiera condenado al propio Eisenhower a no volver a salir más del invierno limeño… Raro tipo, para nuestra colección era de los mejores si no el mejor, nunca nos cansamos de mirarlo pasar, cada día, cada día hasta que sucedió eso, déjame hablarte de eso, gordo, no me digas que piense en Winston Churchill más bien, no, no, déjame ahora hablarte de Eisenhower, aunque claro, es tan difícil, cuántas cosas más tendría que decirte para que comprendieras bien lo de Eisenhower. No me sentía bien, gordo, ésos eran días difíciles para mí, acababa de suceder lo del estudio, no me sentía bien, me habían herido botándome del estudio, pero cómo decírtelo, cómo explicarte lo que entonces sentía, ¿tú crees que si mi abuelo hubiera estado vivo me habrían botado? No, gordo, por lo menos no en la época en que todavía era poderoso, yo era un niño entonces, gordo, si supieras lo duro que es haber sido un niño rico… Y luego trata de ponerle fechas a las cosas, di por ejemplo que dejé de ser un niño rico sólo cuando me botaron del estudio, ese día me demostraron, que probaron que ya mi nombre no importaba, que no pesaba, ésa fue la fecha simbólica y sin embargo tantas cosas hacían que desde tiempo atrás algo me molestara muy por adentro, algo que me indicaba el peligro de haber dejado de ser lo que según mi nombre debía ser. Me estaba yendo al diablo ¿no es cierto, gordo? ¿Y por qué no podía trabajar como tú en el estudio de algún famoso abogado?, ¿hacer carrera como tú?, ¿qué me impedía desde tan joven ser un futuro abogado eficiente? Los dos estudiábamos, los dos teníamos buenas notas, los dos éramos inteligentes. Y sin embargo, no pude ser como tú. Según mi jefe era un cobarde, eso me dijo, un cobarde, un hombre sin coraje, un timorato incapaz de hacer cumplir la ley. No pude, gordo, qué quieres que haga, no pude, cuántos embargos te tocaron a ti y qué bien los llevaste a cabo. Yes, ahí creo que tuve mala suerte, que además de todo tuve mala suerte, a ti no te tocó un embargo como el mío, para empezar. Yo no pude hacerlo, gordo, si, ya sé que tú te las habrías arreglado para quedar bien, pero yo no pude hacerlo, fue mala suerte, créeme, era un viejo compañero de colegio, era la oficina de su padre y estaban ahí los dos cuando llegué yo con el abogado y dos policías a embargarlo todo, no sabía dónde iba, gordo, sólo cuando vi el rótulo con el nombre de mi compañero supe a quién tenía que embargar. No pude, gordo, fue más fuerte que yo, me dio pena, me dio miedo, me faltó clase, si quieres, y por eso me botaron. Pero ¿fue por eso gordo?, ¿o fue porque eso era el punto final de una práctica que dejaba mucho que desear? Ahí las dos cosas se mezclan, gordo, ya hacía tiempo que yo no andaba funcionando muy bien en el estudio, todo me hería, gordo, todo. Tú entrabas y salías de tu estudio, ibas y venías de donde el abogado al Palacio de Justicia, a donde los escribanos, te aprendiste su lenguaje, a deslizarles billetes entre los expedientes. Yo, en cambio, no pude, no di con las palabras necesarias, con la picardía usual. Y además había lo otro, lo de los señorones, lo de las reuniones del directorio a las que venían unos señores que habían estado en el entierro de mi abuelo, que lo habían remplazado, que lo habían sustituido, que se lo habían comido vivo. Pero también había otra cosa, lo de la secretaria que botaron porque le olía el sobaco. Su mamá vino a reclamar y yo estuve ahí esa tarde cuando lo de la zamba vieja reclamando por su hija entre los señorones incómodos en pleno directorio, con mil quinientos soles la callaron gordo, se la comieron viva, la dejaron parada sin palabras, llorando con el cheque entre las manos, convencida de que su hija era una secretaria muy mala, estoy seguro de que regresó a su casa y le pegó a la pobre Amada. Yo sé cuanto ganaba Amada, gordo, y esa era una de las cosas que me hacía ser distinto, yo sé cuanto ganaba el abogado cada mes y cuánto le pagaba a su secretaria y eso me hacía sentirme profundamente avergonzado, me daba asco, pero claro, yo me callaba la boca, yo sufría en silencio. Ya ves, gordo, tenía unos sufrimientos que no debía tener que tú no tenías, no paraba hasta la huachafería con tanto sentimentalismo y con la pena absurda que todos eso me daba. Y me gustaba Amada, gordo, qué quieres que haga, me gustaba. Era una zamba guapísima, riquísima, y ahí debieron quedarse mis intenciones, tú te la hubieses querido tirar, gordo. Y yo también quería tirármela, sí yo también, pero de otra manera, yo quería saber de su vida, conocerla, yo quería acostarme con ella porque le tenía cariño y porque en el mundo de mis sentimientos entraba la posibilidad de casarme con ella. Sí ya sé, ya sé que no era más que una medio pelo y que debía tratarla como tal, pero qué quieres que haga, a mí su huachafería me inspiraba ternura, yo no podía burlarme de lo que ella sentía aunque fuera de todo muy ridículo, lo que ella sentía era serio para ella y yo quería respetarlo, gordo, un problema porque al mismo tiempo la deseaba como tú la habrías deseado. Y qué, qué te dije de todo eso, a duras penas que en el estudio había una secretaria que estaba buenísima. ¿Comprendes ahora que ya desde entonces el asunto era diferente para mí?, ¿Qué no era tan simple?, ¿Qué tenía los instintos de un niño bien cualquiera?, ¿que tenía los deseos de un hijo de puta y los sueños de un sentimental irremediable? Nada de esto te decía gordo, en cambio me reía de todo el mundo contigo, seguíamos teniendo un porvenir brillante y estábamos tan seguros de nosotros mismos. Pero ya ves, gordo, ya ves que algo fallaba desde entonces. En cambio tú, nada, sabías lo que querías, ni un solo sentimiento en ti de doble filo, tal vez en el fondo  yo era un niño mucho más mimado que tú. Es una idea que se me viene a la cabeza porque ahora que te hablo recuerdo otro caso como el mío, solo que más ridículo. Tú lo conoces debes acordarte, juntos nos burlamos de él, un tecito a las seis en una casa muy humildita, así describías tú los sentimientos que Felipe Anderson le revelaba a todo Lima por esa época. Y yo me mataba de risa como si nunca hubiera sentido lo mismo, lo que pasa es que yo me callaba, gordo, nunca te dije que todo lo que Felipe Anderson contaba se pareció mucho a lo que yo sentía por Amada. Pobre Felipe Anderson, me imagino que habrá cometido las mismas burradas que yo, qué culpa tenía, era tan niño bien, pertenecía a una familia tan rica que sólo le quedaba una cosa por desear, la pobreza. Soñaba con eso, soñaba con la humildad, odiaba a las chicas que le correspondían y buscaba por todo Lima una muchachita. Ya sé que estaba medio loco, ya sé que era un problema para su familia, ya sé que tenía fama de pajero y de raro, pero déjame decirte ahora que yo lo comprendía por más loco que estuviera. A mí también me encontró por la calle, y a mí también me contó que deseaba una muchachita humilde, nada vanidosa, sin sobraderas, humildita, ésas eran sus palabras, soñaba con una casita pobre donde lo invitaran a tomar café con bizcocho por las tardes y lo quisieran mucho. Pero yo no me reí nunca de él, gordo, por el contrario lo escuché horas y horas y hasta llegué a tener mi teoría sobre él y a respetarlo por más loco que pareciera. Comprende, gordo, quería una casita chiquita, humildita, una costurerita, ¿acaso no había en eso una nostalgia infinita de alguna sirvienta, de un mundo de servidores, de mayordomos y cocineras que pasaron alguna vez por su vida? Ese mundo se reducía para él a una casita huachafa, ése era el símbolo, cuántas veces no se habrá masturbado el pobre Felipe Anderson soñando que estaba en una habitación antigua, pobre, con flores de plástico. Y ese sueño, gordo, ese sueño era el último lujo de un alma de rico, ésos son los sueños que se traen abajo a las grandes familias, gordo, esos sueños son el comienzo de la decadencia, son el germen del fin, imagínate a Felipe Anderson masturbándose en un baño de mármoles y porcelanas y soñando en su terrible soledad con una costurerita que zurce a la luz de un débil cándil. Imagínatelo, te reirás seguro, yo en cambio no, y es que yo tengo un alma de doble filo, algo que a ti felizmente te falta por completo. No he vuelto a ver a Felipe Anderson, gordo, pero estoy seguro que él tampoco ha encontrado la paz. Le fue muy duro ser un rico con sueños de pobreza y hoy debe serle peor ser un pobre con residuos de rico, la realidad debe serle un infierno, como para mí, gordo, para mí que nunca volví a practicar en un estudio, que nunca llegué a ejercer mi profesión. Qué se va a hacer, dijiste el día que llegué al Café contándote que me habían botado del estudio, parece que de a verdad no te gusta. Claro que no te lo conté así, era yo quien había mandado a la mierda al abogado y me había meado en su alfombra además. Para ti era un rebelde, un inconformista, pero, ¿y la herida, gordo? De eso no te dije nada, mandar a la mierda es un asunto de rico, pero a mí de mandar a la mierda sólo me quedaba la costumbre, las palabras, cólera no me quedaba y en cambio sí tristeza, humillación, desconcierto, pero esos son sentimientos pobres, deprimidos, y nada tienen del afán de venganza del joven con brillante porvenir. Nada te dije de eso tampoco gordo, y para ti no era más que un inconformista, un rebelde, un tipo que prefería darse la gran vida y no trabajar, no luchar por labrarse un porvenir. ¿Qué porvenir me iba a labrar yo, gordo, si los sentimientos no me acompañaban? Es preciso que sepas ahora que mi risa era triste cuando nos burlábamos de Tennessee Williams o de Eisenhower. Esos tipos me preocupaban, gordo, Tennessee con su vagabundeo solitario y nervioso por el jirón de la Unión, Eisenhower con la tensión de su rostro, con su pequeño delito premeditado. Y ahora no me interrumpas, gordo, déjame hablarte de eso, no me digas que recuerde más bien a Winston Churchill, esta noche aunque necesite mil cervezas más te hablaré de eso. Y tú vas a dejarme, gordo, vas a dejarme que te diga por qué te pegué, porque ahí está la clave de todo. Mira, los dos nos reímos de Einsenhower, cómo no reírnos si teníamos un porvenir brillante y si estábamos perfectamente de acuerdo con todo lo que el Perú nos ofrecía para el futuro. Él no, en cambio, él no estaba de acuerdo, él se paseaba solitario, buscando algo, deseando algo como yo deseo ahora otra trago. Déjame que me tome una cerveza más y te cuente todo lo que pasó. Déjame decirte que yo andaba contigo pero que mis sentimientos se preocupaban mucho por Eisenhower, déjame decirte que muchas veces te miré como él nos habría mirado y te escuché hablar juzgándote como él nos habría juzgado. Y es que simplemente ya no estaba de acuerdo con tu mundo, gordo. Y si no te lo dije entonces, fue porque yo era el primer sorprendido con mis sentimientos, el que menos los entendía. Además, ¿no fue por aquélla época que andábamos tan entusiasmados con lo de la Tiqui-tiqui-tín? Me daba bola a mí y no a ti, me envidiabas, ¿no es cierto, gordo? Era riquísima y me prefería a mí. Horas nos pasábamos sentados en el Café vigilando la zapatería de enfrente, esperando que se quitara el mandil de vendedora y que saliera hacia su paradero de ómnibus con su faldita al cuete. Qué rica era, gordo, y cómo es una mierda la vida, cómo se limita a que una hembra sea rica, cómo lo que más has deseado en la vida puede convertirse en un infierno, hasta qué punto tienes razón siempre, qué gran hijo de puta eres, gordo. Y sin embargo yo era el de la suerte, eso creías tú, a mí me sonreía cuando salía de la zapatería y se iba tiqui-tiqui-tín, meneando riquísimo el culito risueño hacia su paradero, tú la bautizaste la Tiqui-tiqui-tín por su modito de andar, moviéndose así. A mí me daba la bola, yo me la iba a tirar, tú me ibas a prestar tu carro y yo la iba a invitar a bailar y después me la iba a tirar. La Tiqui-tiqui-tín y Eisenhower… Teníamos sexo, humor y porvenir, nada nos faltaba en la vida… Sí, gordo, siguiendo tus consejos le metí la letra una noche a la salida de su trabajo y me la llevé en tu carro. ¿Sabes lo que pasó? Ya sé que te dije que me la estaba tirando y que te pedí muchas veces más que me prestaras tu carro para sacarla. Pero eso no fue lo importante, lo importante fue que cuando aceptó hablar conmigo y subir al carro, a mí todo el asunto como que me conmovió, sentí ternura, gordo. Era tan huachafita, tan llena de curvitas, tan ridículamente provocativa, tenía el culito tan obviamente carnal, era socialmente tan poquita cosa al lado de un estudiante de derecho con un futuro brillante que me partió el alma, me ganó completamente la moral, de golpe como que me puse de lo más noble. Pero tenía que tirármela, para eso me habías prestado tu carro, y después de todo hacía meses que venía deseándola ahí sentado, en el Café de enfrente. Entonces vino ese detalle, esto que te conté como cosa sin importancia, para reírnos un rato burlándonos de ella. Fue muy distinto, gordo, fue todo menos ganas de reírme lo que sentí cuando habló mal el castellano, sentí ternura y por más que me dije estás conversando con una pendejita que quiere tirar contigo porque eres rubio, fue una profunda ternura lo que sentí. Recuerdo sus palabras ahí en el auto, yo me quejé del terrible embotellamiento que no nos dejaba avanzar y ella soltó de golpe lo de los tráficos en vez del tráfico, los tráficos a esta hora son muy fastidiosos. Eso fue lo que dijo, y ahí se vino abajo el futuro de gran abogado. Nació en mí un Felipe Anderson incontenible. Ya sé que a ti te dije otra cosa, que me la había tirado, por ejemplo, pero tirármela ya no tenía ninguna importancia, lo importante entonces era entrar de lleno a su mundo, ir a tomar té con bizcocho a su casa los sábados y que ella se acostara conmigo porque me quería dentro de su óptica, dentro de su realidad, no porque era una pendejita, una planera que quería pescarme, sino porque sinceramente había alguna posibilidad de entendimiento, porque yo quería compartir sus sentimientos y sentir verdadero cariño por alguien que decía los tráficos. Pero claro, tú siempre has tenido razón. Lo cual no impide que seas una mierda, gordo, una mierda que acierta en las apuestas de la vida. Déjame decirte que no hay mucho coraje en eso de apostarle siempre a los favoritos, tal vez yo sea más valiente que tú, gordo, y no me digas que soy autodestructivo porque eso querría decir que no has entendido nada. ¡Ah!, gordo, te quiero, y ahora ya sabes por qué rompí con Susana, para poder disponer de más tiempo con la Tiqui-tiqui-tín, porque en vez de ir a los cines de estreno contigo y con nuestras enamoradas tan puras y tan santas, quería ser un Felipe Anderson y sentirme amado en los transportes públicos que te llevan por barrios populares hasta un cine de mala muerte con lunes femenino y todo. Tal vez, ahora que lo pienso, he querido apresurar en mí, condensar la decadencia que lentamente iba a llegarle a mis nietos a través de mis hijos, así ellos nacerán tranquilos, sin contradicciones, en un solo sitio. En todo caso, ya sabes cuándo empezó todo, eso que tú llamabas rebeldía, inconformismo, eso que el médico una vez llamó desadaptamiento. Pero a mí qué diablos las etiquetas, las clasificaciones, lo que me importa es explicarte por qué te pegué cuando lo de Eisenhower. Pon atención, gordo, y trata de comprender. Para empezar te juro que yo creía que tanta risa a costa suya había hecho nacer en ti un sentimiento de simpatía, de piadosa simpatía o algo así, y nunca creía que ibas a reaccionar en esa forma. Pero claro, ahora lo comprendo todo, ahora sé que reaccionaste en nombre de la justicia, de la sociedad, de todas esas palabras con iniciales mayúsculas que tú defiendes y encarnas. No sabía que ya desde entonces estuvieras decidido a defenderlas así, tan airadamente. Era un pobre hombre, gordo, y probablemente tenía tanta necesidad de eso como yo tengo ahora de otro trago. Seguro que tú habías estado sospechando de sus caminatas mironas, observadoras, desde hacía tiempo. Tú y tu desconfianza, tú y tu tener razón siempre, tú y tu encontrarle el lado sucio a todo, tú y tu maldita perspicacia, tu maldito y sucio sexto sentido. Yo quería a Eisenhower, gordo, y voy a defenderlo siempre aunque no sea más que la última apuesta inútil que hago contra ti. Nada había pasado, la chiquita ni cuenta se había dado de que la habían tocado así, de nuevo estaba de la mano de su mamá. Pero tú lo habías visto todo, tú el justiciero, tú el noble, tú el que habrías masacrado a la misma chiquita en la cama si  hubiese tenido unos años más y hubiese estado tan buena como la Tiqui-tiqui-tín. Supe, vi en tus ojos lo que ibas a hacer cuando te paraste, fue por eso que corrí detrás de ti, no quise pegarte, gordo, sólo quise impedir que le pegarás a Eisenhower y que corrieras a llamar a la Policía. Nunca me dejaste que te explicara eso, y yo estoy pagando todavía el haberte pegado una sola vez en la vida, tenemos que hablar de eso, gordo, tenemos que discutirlo, tienes que comprender que sólo fue un asunto de punto de vista, tú te pusiste al lado del juez y yo no sé por qué, pero no tuve más remedio que ponerme al lado de aquel hombre que había llegado a eso por soledad, porque tipos como tú y yo que encarnábamos las buenas costumbres nos reíamos de él a carcajadas, como si condensáramos la burla, el maltrato que toda la ciudad respetable usa contra los unos cuantos que son Eisenhower. Ponte en su pellejo, gordo, siéntete mal una sola vez en la vida y me comprenderás. Odio que nunca quieras hablar de eso conmigo, odio que me faltes el respeto hasta el punto de no querer comprender cómo soy. Para ti es tanto más fácil que recordemos a Winston Churchill, y que fuimos felices en la facultad, y que desgraciadamente a mí no me está yendo muy bien en la vida. Voy a seguir llamándote, gordo; a tu estudio, a tu casa, sé que cada vez que me emborrache te volveré a llamar. Odio que me tengas compasión, que me creas un loco por lo que hecho con mi vida, con mi porvenir limpio y decente, con lo que tenía de gente bien. Voy a llamarte inmediatamente y tú me vas a decir cuál de los dos es el tipo bien…

—Estamos cerrando. Debe usted diez cervezas grandes. No, no, no se puede servir más; estamos cerrando.

… De cualquier manera es muy tarde para llamarte; tu santa y pura esposa te negaría a estas horas. Y hablando de ella, ¿crees que este año dejará a tu hijita venir al santo de Carmencita? Después de todo eres su padrino, gordo, y mi compadre, el compadre de mi mujer, lazo que Carmen parece respetar enormemente. No, no la dejará venir y la comprendo, yo tampoco habría dejado ir a mis hijos a una fiesta así. Ya ves, todavía comprendo a los ricos, y eso porque todavía tengo algo de rico. Ahora, por ejemplo, cuánto me gustaría que llegaras en tu auto y me recogieras de esta pocilga, y que me llevaras a un bar limpio y bien iluminado. Afuera llueve y hace frío, gordo, y no voy a ser más que un hombre equivocado que se tambaleaba hasta su casa. Afuera, sin un trago, todo se va a deteriorar y me voy a sentir como me sentiría si te hubiese pedido plata prestada. Carmen siempre necesita plata y parece que yo cada día gano menos. O debe ser que me emborracho más… Ya te dije que aquí en la calle todo se iba a deteriorar. ¡Ah!, gordo, cuánto menos sólo me sentiría si me gustaran las horribles flores de plástico que Carmen ha puesto en la sala de casa, qué feliz sería… Carmen… Ella también tuvo sus ilusiones y a ese nivel debo haberle hecho daño. La sigues deseando, ¿no? Te voy a dar un dato, gordo: a eso de las seis sale cada tarde a pararse en la vereda. Ahí la encuentro cuando llego del trabajo; esperando que pase el carrazo de alguien que sea lo que ella creyó que era yo. Sabes, gordo, preferiría mil veces saber que te la has tirado a que me hayas prestado plata cinco veces. Me habrás ayudado a dar un gran paso, gordo, a ser pobre de una vez por todas. Por supuesto que entonces será Carmen la que te saque la plata. Y sabes, es ella la que más va a sufrir cuando sepa que este año tampoco dejarán venir a tu hijita al santo. Le gusta alternar. Alternar… Ahí tienes otra de sus palabras. Y cuando la usa siento que todavía la quiero. Siento algo muy similar a cuando en vez de tráfico dijo los tráficos…

Alfredo Bryce Echenique en 1999 durante una breve visita a Buenos Aires. Proveniente de una prominente familia de banqueros, se educó en el seno de la vieja oligarquía limeña y cursó sus estudios primarios y secundarios en colegios ingleses en Lima. Se licenció en Derecho y obtuvo el título de Doctor en Letras en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima. En París se diplomó en la Sorbona en Literatura francesa clásica (1965), Literatura francesa contemporánea (1966), Magister en Literatura Universidad de Vincennes, París (1975), Doctor en Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima (1977). En 1964 se trasladó a Europa y residió en Francia, Italia, Grecia y Alemania. Desde 1984 radica en España aunque suele pasar largas temporadas en su tierra natal. Cuando regresó a ella en 1999, se encontró con el irrespirable Perú de Fujimori y fue víctima de un secuestro y de una paliza por no haber querido aceptar una condecoración que quiso otorgarle el mandatario. Regresó, pues, a Barcelona en 2002 y publicó su segundo libro de memorias, Permiso para sentir, en 2005, denunciando ácidamente la transformación de Perú. Bryce Echenique se ha declarado seguidor de los argentinos Julio Cortázar y Manuel Puig, y de los peruanos Julio Ramón Ribeyro y César Vallejo, porque "introdujeron y produjeron el mundo de los sentimientos y el humor, tópicos muy escasos dentro de la literatura latinoamericana de entonces". En efecto, la narrativa de Bryce Echenique, entre lo delirante, lo añorante y lo grotesco, está poblada de simpáticos personajes que se mueven como un poco perdidos en un mundo laberíntico, en medio del humor más fino y la ironía más creativa. Ha trabajado como profesor en las universidades de Nanterre, la Sorbona, Vincennes, Montpellier, Yale, Universidad de Austin, Universidad de Puerto Rico, etc. Conferenciante o ponente en congresos de escritores en el Perú, México, Venezuela, Estados Unidos, Italia, Cuba, España, Francia, Suecia; Argentina, Canadá, Bulgaria, Puerto Rico. Premio Nacional de Narrativa de España 1998, es uno de los autores hispanoamericanos más traducidos del momento, ganador del premio Planeta de novela 2002. El 2005 se han reeditado en Perú y Latinoamérica gran parte de sus libros a precios populares y han tenido gran acogida en las librerías.
Con Jimmy en Paracas

Lo estoy viendo realmente; es como si lo estuviera viendo; allí está sentado, en el amplio comedor veraniego, de espalda a ese mar donde había rayas, tal vez tiburones. Yo estaba sentado al frente suyo, en la misma mesa, y sin embargo, me parece que lo estuviera observando desde la puerta de ese comedor, donde ya todos se habían marchado, ya solo quedábamos él y yo, habíamos llegado los últimos, habíamos alcanzado con las justas el almuerzo.

Esta vez me había traído; lo habían mandado sólo por el fin de semana, Paracas no estaba tan lejos: estaría de regreso a tiempo para el colegio, el lunes. Mi madre no había podido venir; por eso me había traído. Me llevaba siempre a sus viajes cuando ella no podía acompañarlo, y cuando podía volver a tiempo para el colegio. Yo escuchaba cuando le decía a mamá que era una pena que no pudiera venir, la compañía le pagaba la estadía, le pagaba el hotel de lujo para dos personas. “Lo llevaré”, decía, refiriéndose a mí. Creo que yo le gustaba para esos viajes.

Y a mí, ¡cómo me gustaban esos viajes! Esta vez era Paracas. Yo no conocía Paracas, y cuando mi padre empezó a arreglar la maleta, el viernes por la noche, ya sabía que no dormiría muy bien esa noche, y que me despertaría antes de sonar el despertador.

Partimos ese sábado muy temprano, pero tuvimos que perder mucho tiempo en la oficina, antes de entrar en la carretera al sur. Parece que mi padre tenía todavía cosas que ver allí, tal vez recibir las últimas instrucciones de su jefe. No sé; yo me quedé esperándolo afuera, en el auto, y empecé a temer que llegaríamos mucho más tarde de lo que habíamos calculado.

Una vez en la carretera, eran otras mis preocupaciones. Mi padre manejaba, como siempre, despacísimo; más despacio de lo que mamá le había pedido que manejara. Uno tras otro, los automóviles nos iban dejando atrás, y yo no miraba a mi padre para que no se fuera a dar cuenta de que eso me fastidiaba un poco, en realidad me avergonzaba bastante. Pero nada había que hacer, y el viejo Pontiac, ya muy viejo el pobre, avanzaba lentísimo, anchísimo, negro e inmenso, balanceándose como una lancha sobre la carretera recién asfaltada.

A eso de la mitad del camino, mi padre decidió encender la radio. Yo no sé que le pasó; bueno, siempre sucedía lo mismo, pero sólo probó una estación, estaban tocando una guaracha, y apagó inmediatamente sin hacer ningún comentario. Me hubiera gustado escuchar un poco de música, pero no le dije nada. Creo que por eso le gustaba llevarme en sus viajes, yo no era un muchachillo preguntón; me gustaba ser dócil, estaba consciente de mi dicilidad. Pero eso sí, era muy observador.

Y por eso lo miraba de reojo, y ahora lo estoy viendo manejar. Lo veo jalarse un poquito el pantalón desde las rodillas, dejando aparecer las medias blancas, impecables, porque estamos yendo a Paracas, hotel de lujo, lugar de veraneo, mucha plata y todas esas cosas. Su saco es el mismo de todos los viajes fuera de Lima, gris, muy claro, sport; es norteamericano y le va a duirar toda la vida. El pantalón es gris, un poco más oscuro que el saco y la camisa es la camisa vieja más nueva del mundo; a mí nunca me va a durar una camisa como le duran a mi padre.
Y la boina; la boina es vasca; él dice que es vasca de pura cepa. Es para los viajes; para el aire, para la calvicie. Porque mi padre es calvo, calvísimo, y ahora que lo estoy viendo ya no es un hombre alto. Yo aprendí que mi padre no es un hombre alto. , sino más bien bajo. Es bajo y muy flaco. Bajo, calvo y flaco, pero yo entonces tal vez no lo veía aún así, ahora ya sé que es el hombre más bueno de la tierra, dócil como yo, en realidad se muere de miedo de sus jefes; esos jefes que lo quieren tanto porque hace siete millones de años que no llega tarde ni se enferma ni falta a la oficina; esos jefes que yo he visto como le dan palmazos en la espalda y se pasan la vida felicitándolo en la puerta de la iglesia los domingos; pero a mí hasta ahora no me saludan y mis pares se pasan la vida diciéndole a mi madre, en la puerta de la iglesia los domingos, que las mujeres de sus jefes son distraídas o no la han visto, porque a mi madre tampoco la saludan, aunque a él, a mi padre no se olvidaron de mandarle sus saludos y felicitaciones cuando cumplió un millón de años más sin enfermarse ni llegar tarde a la oficina, la vez aquella en que trajo esas fotos en que estoy seguro, un jefe acababa de palmearle la espalda, y otro estaba a punto de palmeársela; y esa otra foto en que ya los jefes se habían marchado del cocktail, pero habían asistido, te decía mi padre, y volvía a mostrarte la primera fotografía.
Pero todo esto es ahora en que lo estoy viendo, no entonces en que lo estaba mirando mientras llegábamos a Paracas en el Pontiac. Yo me había olvidado un poco del Pontiac, pero las paredes blancas del hotel me hicieron verlo negro, ya muy viejo el pobre, y tan ancho. ” Adónde va a acabar esa mole”, me preguntaba, y estoy seguro de que mi padre se moría de miedo al ver esos carrazos, no lo digo por grandes, sino por la pinta. Si les daba un topetón, entonces habría que ver de quién era ese carrazo, porque mi padre era muy señor, y entonces aparecería el dueño, veraneando en Paracas con sus amigos, y tal vez conocía a los jefes de mi padre, había oído hablar de él, “no ha pasado nada Juanito” (así se llamaba, se llama mi padre), y lo iban a llenar de palmazos en la espalda, luego vendrían los aperitivos, y a mí no me iban a saludar, pero yo actuaría de acuerdo a las circunstancias y de tal manera que mi padre no se diera cuenta de que no me habían saludado. Era mejor que mi madre no hubiera venido.
Pero no pasó nada. Encontramos un sitio anchísimo para el Pontiac Negro, y al bajar, así sí que lo vimos viejísimo. Ya estábamos en el hotel Paracas, hotel de lujo y todo lo demás. Un muchacho vino hasta el carro por la maleta, fue la primera persona que saludamos. Nos llevó a la recepción y allí mi padre firmó los papeles de reglamento, y luego preguntó si todavía podíamos “almorzar algo” (recuerdo que así dijo). El hombre de la recepción, muy distinguido, mucho más alto que mi padre, le respondió afirmativamente: “Claro que sí, señor. El muchacho lo va a acompañar hasta su ‘bungalow’, para que usted pueda lavarse las manos, si lo desea, tiene usted tiempo, señor, el comedor cierra dentro de unos minutos, y su ‘bungalow’ no está muy alejado”. No sé si mi papá, pero yo todo eso de “bungalow” lo entendí muy bien, porque estudio en colegio inglés y eso no lo debo olvidar en mi vida y cada vez que mi papá estalla, cada mil años, luego nos invita al cine, grita que hace siete millones de años trabaja enfermo y sin llegar tarde para darle a sus hijos lo mejor, lo mismo que a los hijos de sus jefes.

El muchacho que nos llevó hasta el “bungalow” no se sonrió mucho cuando mi padre le dio la propina, pero ya yo sabía que cuando se viaja con dinero de la compañía no se puede andar derrochando, si no, pobres jefes, nunca ganarían un céntimo y la compañía quebraría en la mente respetuosa de mi padre, que se estaba lavando las manos mientras yo abría la maleta y sacaba alborotado mi ropa de baño. Fue entonces que me enteré, él me lo dijo que nada de acercarme al mar, que estaba plagado de rayas, hasta había tiburones. Corrí a lavarme las manos, por eso de que dentro de unos minutos cierran el comedor, y dejé mi ropa de baño tirada sobre la cama. Cerramos la puerta del “bungalow” y fuimos avanzando hacia el comedor. Mi padre también, aunque menos, creo que era observador; me señaló la piscina, tal vez por eso de la ropa de baño.

Era hermoso Paracas; tenía de desierto, de oasis, de balneario; arena, palmeras, flores, veredas y caminos por donde chicas que yo no me atrevía a mirar, pocas ya, las últimas las más atrasadas, se iban perezosas a dormir esa siesta de quien ya se acostumbró al hotel de lujo. Tímidos y curiosos, mi padre y yo entramos al comedor.

Y allí, sentado de epaldas al mar, a las rayas y a los tiburones, es allí donde lo estoy viendo, como si yo estuviera en la puerta del comedor, y es que en realidad yo también me estoy viendo sentado allí, en la misma mesa, cara a cara a mi padre y esperando al mozo ese, que a duras penas contestó a nuestro saludo, que había ido a traer el menú (mi padre pidió la carta y él dijo que iba por el menú) y que según papá debería habernos cambiado de manteles, pero era mejor no decir nada porque, a pesa de ése era un hotel de lujo, habíamos llegado con las justas para almorzar.

Yo casi vuelvo a saludar al mozo cuando regresó y le entregó el menú a mi padre que entró en dificultades y pidió, finalmente, corvina a la no sé cuantos, porque el mozo ya llevaba horas esperando. Se largó con el pedido y mi padre, sonriéndome, puso la carta sobre la mesa, de tal manera que yo podía leer los nombres de algunos platos, un montón de nombres franceses en realidad, y entonces pensé, aliviándome, que algo terrible hubiera podido pasar, como aquella vez en ese restaurante de tipo moderno, con un menú que parecía para norteamericanos, cuando mi padre me pasó la carta para que yo pidiera, y empezó a contarle al mozo que él no sabía inglés, pero que a su hijo lo estaba educando en colegio inglés, a sus otros hijos también, costara lo que costara, y el mozo no le prestaba ninguna atención, y movía la pierna porque ya se quería largar.

Fue entonces que mi padre estuvo realmente trinfal. Mientras el mozo venía con las corvinas a lo no sé cuantos, mi padre empezó a hablar de darnos un lujo, de que el ambiente lo pedía, y de que la compañía no iba a quebrar si él pedía una botellita de vino blanco para acompañar esas corvinas. Decía que esa noche a las siete era la reunión con esos agricultores, y que le comprarían los tractores que le habían encargado vender; él nunca le había fallado a la compañía. En esas estaba cuando el mozo apareció complicándose la vida en cargar los platos de la manera más difícil, eso parecía un circo, y mi padre lo miraba como si fuera a aplaudir, pero gracias a Dios reaccionó y tomó una actitud bastante forzada, aunque digna, cuando el mozo jugaba a casi tirarnos los platos por la cara, en realidad era que los estaba poniendo elegantemente sobre la mesa y que nosotros no estábamos acostumbrados a tanta cosa. “Un blanco no sé cuantos”, dijo mi padre. Yo casi lo abrazo por esa palabra en francés que acababa a pronunciar, esa marca de vino, ni siquiera había pedido la carta para consultar, no, nada de eso; lo había pedido así no más, triunfal, conocedor, y el mozo no tuvo más remedio que tomar nota largarse a buscar.

Todo marchaba perfecto. Nos habían traído el vino y ahora recuerdo ese momento de feliz equilibrio: mi padre sentado de espaldas al mar, no era que el comedor estuviera al borde del mar, pero el muro que sosteníaesos ventanales me impedía ver la piscina y la playa, y ahora que lo estoy viendo es la cabeza, la cara de mi padre, sus hombros, el mar allá atrás, azul en ese día de sol, las palmeras por aquí y por allá, la mano delgada y fina de mi padre sobre la botella fresca de vino, sirviéndome media copa, llenando la copa, “bebe despacio, hijo”, ya algo quemado por el sol, listo a acceder, extrañando a mi madre, buenísima, y yo ahí, casi chorreándome con elo jugo ese que bañaba la corvina, hasta que vi a Jimmy. Me choreé cuando lo vi. Nunca sabrá por que me dió miedo verlo. Pronto supe.

Me sonreía desde la puerta del comedor, y yo lo saludé, mirando luego a mi padre para explicarle quién era, que estaba en mi clase, etc.; pero mi padre, al escuchar su apellido, volteó a mirarlo sonriente, me dijo que lo llamara, y mientras cruzaba el comedor, que conocía a su padre, amigo de sus jefes, uno de los directores de la compañía, muchas tierras en esa región…

-Jimmy, papá. -Y se dieron la mano.

-Siéntate muchacho -dijo mi padre, y ahorra recién me saludó a mí.

Era muy bello; Jimmy era de una belleza extraordinaria; rubio, el pelo en anillos de oro, los ojos azules achinados, y esa piel bronceada, bronceada todo el año, invierno y verano, tal vez porque venía siempre a Paracas. No bien se había sentado, noté algo que me pareció extraño: el mismo mozo que nos odiaba a mi padre y a mí, se acercaba ahora sonriente, servicial, humilde y saludaba a Jimmy con todo respeto; pero éste a duras penas le contestó con una mueca. Y el mozo no se iba, seguía ahí, parado, esperando órdenes, buscándolas, yo casi le pido a Jimmy que lo mandara matarse. De los cuatro que estábamos ahí, Jimmy era el único sereno.

Y ahí empezó la cosa. Estoy viendo a mi padre ofrecerle a Jimmy un poquito de vino en una copa. Ahí empezó mi terror.

-No, gracias -dijo Jimmy-. Tomé vino con el almuerzo. -Y sin mirar al mozo, le pidió un whisky.

Miré a mi padre: los ojos fijos en el plato, sonreía y se atragantaba un bocado de corvina que podía tener millones de espinas. Mi padre no impidió que Jimmy pidiera ese whiky, y ahí venía el mozo casi bailando con el vaso en una bandeja de plata, había que verle sonreír al hijo de puta. Y luego Jimmy sacó un paquete de Chesterfield, lo puso sobre la mesa, encendió uno, y sopló todo el humo sobre la calva de mi padre, claro que no lo hizo por mal, lo hizo simplemente y luego continuó bellísimo, sonriente, mirando al mar, pero mi padre ni yo queríamos ya postres.

-¿Desde cuando fumas? -le preguntó mi padre, con voz temblorosa.

-No sé; no me acuerdo -dijo Jimmy, ofreciiéndome un cigarrillo.

-No, no, Jimmy; no…

-Fuma no más hijito; no desprecies a tu amiigo.

Estoy viendo a mi padre decir esas palabras, y luego recoger una servilleta que no se le había caído, casi recoge el pie del mozo que seguía ahí parado. Jimmy y yo fumábamos, mientras mi padre nos contaba que a él nunca le había atraído eso de fumar, y luego de una afección a los bronquios que tuvo no sé cuándo, pero Jimmy empezó a hablar de automóviles, mientras yo observaba la ropa que llevaba puesta, parecía toda de seda, y la camisa de mi padre empezó a envejecer lastimosamente, ni su saco norteamericano le iba a durar toda la vida.

-¿Tú manejas, Jimmy? -preguntó mi padre.

-Hace tiempo. Ahora estoy en el carro de mi hermana; el otro día estrellé mi carro, pero ya le va a llegar otro a mi papá. En la hacienda tenemos varios carros.

Y yo muero de miedo, pensando en el Pontiac; tal vez Jimmy se iba a enterar que ése era el de mi padre, se iba a burlar tal vez, lo iba a ver más viejo, más ancho, más feo que yo. “¿Para que vinimos aquí?” Estaba recordando la compra del Pontiac, a mi padre convenciendo a mamá, “un pequeño sacrificio”, y luego también los sábados por la tarde, cuando lo lavábamos, asunto de familia, todos los hermanos con latas de agua, mi padre con la manguera, mi madre en el balcón, nosotros locos por subir, por coger el timón, y mi padre autoritario: “Cuando sean grandes, cuando tengan brevete”, y luego sentimental: “Me ha costado años de esfuerzo”.

¿Tienes brevete, Jimmy?

-No; no importa; aquí todos me conocen.

Y entonces fue que mi padre le preguntó que cuántos años tenía y fingió creerle cuando dijo que dieciséis, y yo también,, casi le digo que era un mentiroso, pero para qué, todo el mundo sabía que Jimmy estaba en mi clase y que yo no había cumplido aún los catorce años.

-Manolo se va conmigo -dijo Jimmy-; vamos a pasear en el carro de mi hermana.
Y mi padre cedió una vez más, nuevamente sonrió y, le encargó a Jimmy saludar a su padre.
-Son casi las cuatro -dijo-, voy a descannsar un poco, porque a las siete tengo una reunión de negocios. -Se despidió de Jimmy, y se marchó sin decirme a que hora debía regresar, yo casi le digo que no se preocupara, que no nos íbamos a estrellar.

Jimmy no me preguntó cuál era mi carro. No tuve por qué decirle que el Pontiac, ese negro, el único que había ahí, era el carro de mi padre. Ahora sí se lo diría y luego, cuando se riera sarcásticamente le escupiría en la cara, aunque todos esos mozos que lo habían saludado mientras salíamos, todos esos que a mí no me hacían caso, se me vinieran encima a matarme por haber ensuciado esa maravillosa cara de monedita de oro, esas manos de primer enamorado que estaban abriendo la puerta de un carro del jefe de mi padre.

A un millón de kilómetros por hora, estuvimos en Pisco, y allí Jimmy casi atropella a una mujer en la Plaza de Armas; a no sé cuantos millones de kilómetros por hora, con una cuarta velocidad especial, estuvimos en una de sus haciendas, y allí Jimmy tomó una Coca-Cola, le pellizcó la nalga a una prima y no me presentó a sus hermanas; a no sé cuantos miles de millones de kilómetros por hora, estuvimos camino de Ica, y por allí Jimmy, me mostró el lugar en que había estrellado su carro, carro de mierda ese, dijo, no servía para nada.

Eran las nueve de la noche cuando regresamos a Paracas. No sé como, pero Jimmy me llevó hasta una salita en que estaba mi padre bebiendo con un montón de hombres. Ahí estaba sentado, la cara satisfecha, yo ya sabía que haría muy bien su trabajo. Todos esos hombres conocían a Jimmy; eran agricultores de por ahí, y acababan de comprar los tractores de la compañía. Algunos le tocaban el pelo a Jimmy y otros se dedicaban al whisky que mi padre estaba invitando en nombre de la compañía. En ese momento mi padre empezó a contar un chiste, pero Jimmy lo interrumpió para decirle que me invitaba a comer. “Bien, bien; dijo mi padre. Vayan nomás”.

Y esa noche bebí los primeros whiskies de mi vida, la primera copa llena de vino de mi vida, en una mesa impecable, con un mozo que bailaba sonriente y constante alrededor de nosotros. Todo el mundo andaba elegantísimo en ese comedor lleno de luces y de carcajadas de mujeres muy bonitas, hombres grandes y colorados que deslizaban sus manos sobre los anillos de oro de Jimmy, cuando pasaban hacia sus mesas. Fue entonces que me pareció escuchar el final del chiste que había estado contando mi padre, le puse cara de malo, y como lo encerré en su salita con esos burdos agricultores que venían a comprar su primer tractor.

Luego, esto sí que es extraño, me deslicé hasta muy adentro en el mar, y desde allí empecé a verme navegando en un comedor en fiesta, mientras un mozo me servía arrodillado una copa de champagne, bajo la mirada achinada y azul de Jimmy.

Yo no le entendía muy bien al principio; en realidad no sabía de que estaba hablando, ni qué quería decir con todo eso de la ropa interior. Todavía lo estaba viendo firmar la cuenta; garabatear su nombre sobre una cifra monstruosa y luego invitarme a pasear por la playa. “Vamos”, me había dicho, y yo lo estaba siguiendo a lo largo del malecón oscuro, sin entender muy bien todo eso de la ropa interior. Pero Jimmy insistía, volvía a preguntarme qué calzoncillo usaba yo, y añadía que los suyos eran así y asá, hasta que nos sentamos en esas escaleras que daban a la arena y al mar. Las olas reventaban muy cerca y Jimmy estaba ahora hablando de órganos genitales, órganos genitales masculinos solamente, y yo, sentado a su lado, escuchándolo sin saber qué responder, tratando de ver las rayas y los tiburones de que hablaba mi padre, y de pronto corriendo hacia ellos porque Jimmy acababa de ponerme una mano sobre la pierna, “¿Cómo la tienes Manolo?” dijo, y salí disparado.

Estoy viendo a Jimmy alejarse tranquilamente; regresar hacia la luz del comedor y desaparecer al cabo de unos instantes. Desde el borde del mar, con los pies húmedos, miraba hacia el hotel lleno de luces y hacia la hilera de “bungalows”, entre los cuales estaba el mío. Pensé en regresar corriendo, pero luego me convencí de que era una tontería, de que ya nada pasaría esa noche. Lo terrible sería que Jimmy continuara por allí, al día siguiente, pero por el momento, nada; sólo volver a acostarme.

Me acercaba al “bungalow” y escuché una carcajada extraña. Mi padre estaba con alguien. Un hombre inmenso y rubio zamaqueaba el brazo de mi padre, lo felicitaba, le decía algo de eficiencia, y ¡zas! le dio el palmazo en el hombro. “Buenas noches, Juanito”, le dijo. “Buenas noches, don Jaime”, y en ese instante me vio.

-Mírelo, ahí está. ¿Dónde está Jimmy, Manolo?

-Se fue hace un rato papá.

-Saluda al padre de Jimmy.

-¿Cómo estás muchacho? O sea que Jimmy se fue hace rato; bueno, ya aparecerá. Estaba felicitando a tu padre; ojalá tú salgas a él, le he acompañado hasta su “bungalow”.

-Don Jaime es muy amable.

-Bueno, Juanito, buenas noches. -Y se marchó, inmenso. Cerramos la puerta del “bungalow” detrás nuestro. Los dos habíamos bebido, él más que yo, y estábamos listos para la cama. Ahí estaba todavía mi ropa de baño, y mi padre me dijo que mañana por la mañana podría bañarme. Luego me preguntó que si había pasado un buen día, que si Jimmy era mi amigo en el colegio, y que si mañana lo iba a ver; y yo a todo: “Sí, papá, sí papá”, hasta que apagó la luz y se metió en la cama, mientras yo, ya acostado, buscaba un dolor de estómago para quedarme en cama mañana, y pensé que ya se había dormido, pero no.

Mi padre me dijo, en la oscuridad, que el nombre de la compañía había quedado muy bien, que él había hecho un buen trabajo, estaba contento mi padre. Más tarde volvió a hablarme; me dijo que Don Jaime había estado muy amable en acompañarlo hasta la puerta del “bungalow” y que era todo un señor. Y como dos horas más tarde, me preguntó: “Manolo, ¿Qué quiere decir “bungalow” en castellano?”.

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