10Oct,16

8 poemas de Antonio Cisneros

La poesía nacional tuvo en Antonio Cisneros uno de los más grandes exponentes. Recordemos a este genial poeta con 8 de sus mejores poemas.

antonio cisneros

Antonio Cisneros es, para muchos, uno de los poetas más completos que ha dado Perú al mundo. Nacido un 27 de diciembre de 1942 en Lima fue un poeta, periodista, narrador, guionista y profesor universitario. Estudió en la Pontificia Universidad Católica del Perú y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, perteneció a la “Generación del 60” y fue condecorado con importantes premios literarios como el Premio Nacional de poesía, Casa de las Américas y el Premio Iberoamericano de letras José Donoso.

Sus principales obras son “Destierro”, “A cada quien su animal”, “En las tierras más verdes”, “Canto ceremonial contra un oso hormiguero” y “La araña cuelga demasiado lejos de la tierra”. Fue un poeta que trataba de transmitir mensajes de índole social y retrata al Perú en casi todos sus poemas. Nostalgia, amor, sensualidad y la mínima descripción de todas las cosas es lo que uno encuentra en las letras de Cisneros. Recogimos 8 de sus mejores poemas:

Tercer Movimiento (Affettuosso)

Para hacer el amor
debe evitarse un sol muy fuerte sobre los ojos de la muchacha,
tampoco es buena la sombra si el lomo del amante se achicharra
para hacer el amor.
Los pastos húmedos son mejores que los pastos amarillos
pero la arena gruesa es mejor todavia.
Ni junto a las colinas porque el suelo es rocoso ni cerca de las aguas.
Poco reino es la cama para este buen amor.
Limpios los cuerpos han de ser como una gran pradera:
que ningún valle o monte quede oculto y los amantes podrán holgarse
en todos sus caminos.
La oscuridad no guarda el buen amor.
El cielo debe ser azul y amable, limpio y redondo como un techo
y entonces la muchacha no verá el Dedo de Dios. Los cuerpos discretos
pero nunca en reposo,
los pulmones abiertos,
las frases cortas.
Es dificil hacer el amor pero se aprende.

El cementerio de Vilcashuaman

Sólo las cruces verdes,
las cruces azules,
las cruces amarillas:
flores de palo entre la tierra de los hombres
y el espacio que habitan los abuelos.
No edificios construidos con usuta
donde las cenizas se oxidan sin mezclarse.
Sólo las cruces verdes,
las cruces azules,
las cruces amarillas.
Moran aquí nuestros primeros padres:
bien dispuestos y holgados
y armoniosos entre los rojos campos
y las colinas interiores del planeta.
“La carne aguanta menos que el maíz
y menos que los granos el vestido:
más que el algodón la lana
pero menos que el hueso:
y más que las costillas quebradizas aguanta el viejo cráneo”.
Y llegado el momento
regresan a la tierra
igual como la arena se mezcla con la arena.
Abuelo Flores Azules de la Papa,
Abuelo Adobe,
Abuelo Barriga del Venado.
(Y en el techo del mundo de los muertos
como un río de gorgonas la sequia sucede a las inundaciones
y los hijos mueren de sed junto a las madres
ya muertas por el agua).
“Donde tu fuerza, abuelo, que los ojos del fuego no te alcanzan”.
Sólo los viejos nombres de acuerdo a edad y peso.
Sólo las cruces verdes,
las cruces azules,
las cruces amarillas.
No el arcángel del siglo XIX
la oferta y la demanda y las cenizas solas.
Abuelo Flores Azules de la Papa.
Abuelo Adobe,
Abuelo Barriga del Venado.
“Moja este blanco sol, Abuelo Lluvia”.
Mientras la tierra engorda.

En el 62 las aves marinas hambrientas llegaron hasta el centro de Lima

Toda la noche han viajado los pájaros desde la costa —he aquí
la migración de primavera:
las tribus y sus carros de combate sobre el pasto, los templos,
los techos de los autos.
Nadie los vio llegar a las murallas, nadie a las puertas
—ciudadanos de sueño más pesado que jóvenes esposos—
y ninguno asomó a la ventana, y aquellos que asomaron
sólo vieron un cielo azul-marino sin grieta o hendidura entre su
lomo
—antes fue que el lechero o el borracho final— y sin embargo
el aire era una torre de picos y pellejos enredados,
como cuando dormí cerca del mar en la Semana Santa
y el aire entre mi lecho y esas aguas fue un viejo gallinazo de
las rocas holgándose en algún patillo muerto
—y las gaviotas-hembra mordisqueando a las gaviotas-macho y
un cormorán peludo rompiéndose en los muros de la casa.

Toda la noche viajaron desde el Sur.
Puedo ver a mi esposa con el rostro muy limpio y ordenado
mientras sueña
con manadas de morsas picoteadas y abiertas en sus flancos por
los pájaros.

Y antes que el olvido nos

Lo que quiero recordar es una calle. Calle que nombro por no
nombrar el tambo de Gabriel
y el pampón de los perros y el pozo seco de Clara Vallarino y
la higuera del diablo.
Y quiero recordarla antes que se hunda en todas las memorias así
como se hundió bajo la arena del gobierno de Odría en el año 50.
Los viejos que jugaban dominó ya no eran ni recuerdo.
Nadie jugaba y nadie se apuraba en esa calle, ni aun
los remolinos del terral pesados como piedras.
Ya no había hacia dónde salir ni adonde entrar. La neblina o el sol
eran de arena.
Apenas los muchachos y los perros corríamos tras el camión
azul del abuelo de Celia.
El camión de agua dulce, con sus cilindros altos de Castrol.
Yo pisé entonces una botella rota. Los muchachos (tal vez) se
convirtieron en estatuas de sal.
Los perros (pobres perros) fueron muertos por el guardián de la
Urbanizadora.
Y la Urbanizadora tenía unos tractores amarillos y puso los
cordeles y nombró como calles las tierras que nosotros no
habíamos nombrado.
(También son sólo olvido.)

Lo que quiero recordar es una calle. No sé ni para qué.

En las tierras más verdes

No era maná del cielo pero había comida para todos y amor de Dios.
De atrás del Tropezón venía el agua, pucha madre, todo el año venía.
A veces despaciosa y pálida como muchacha flaca.
Pero en enero cantaba más alta que los muros del canal.
Sólo ballenas le faltaban para ser otro mar.
De atrás del Tropezón bajaban los canales marrones y pulidos.

De piedra brava de Huarochirí.
Como el elefante de la Compañía de Jesús (una puerta en Huamanga).
Así eran, pues, los artes de los arrieros de la sal —sobrinos de los Incas.
Ellos limpiaban los canales como les enseñaron desde antiguo en las
tierras más altas.
Por ellos nos venían las lluvias de la Sierra entre las lomas y así
honraban al Niño.
Nosotros los honrábamos con sal. Dos cosechas de sal de las Salinas.
Y es la primera en la fiesta de Pallas, donde el mar es azul. La segunda
en la fiesta de los Santos Difuntos, donde baja la niebla y el sol viaja.
Cien parejas de llamas traían los arrieros.
Las llamas con campanas y penachos igual que los castillos cuando
son las fogatas.
Pucha madre, los arrieros de Huarochirí morían por la sal como esta
santa tierra moría por el agua.
Era un casorio bueno, con uva y chirimoya.
Y así se dijo:

De Amorós a San Bartolito sea todo de pinos y flor-inca.
De Chuca al Sur cultívese algodón: Una parte de algodón de la tierra
y dos de pelo largo. En los flancos membrillos y guayabas.
Sean las tierras de Santa María Baja destinadas al cultivo de la
vid y a la gloria del Niño Jesús.
Sean las tierras de Piedra León, tierras de la higuera.

Así se dijo, pues. Dicen que sí.

Naturaleza muerta en Innsbrucker Strasse

Ellos son (por excelencia) treintones y con fe en el futuro.
Mucha fe.
Al menos se deduce por sus compras
(a crédito y costosas).
Casaca de gamuza (natural),
Mercedes deportivo color de oro.
Para colmo (de mis males) se les ha dado además por ser eternos.
Corren todas las mañanas (bajo los tilos)
por la pista del parque y toman cosas sanas.
Es decir, legumbres crudas y sin sal,
arroz con cascarilla, agua minerales.
Cuando han consumido todo el oxigeno del barrio
(el suyo y el mío)
pasan por mi puerta (bellos y bronceados).

Me miran (si me ven)
como a un muerto
con el último cigarro entre los labios.

Las Salinas

Yo nunca vi la nieve y sin embargo he vivido entre la nieve toda
mi juventud.
En las Salinas, adonde el mar no terminaba nunca y las olas eran
dunas
de sal
en las salinas, adonde el mar no moja pero pinta.
Nieve de mi juventud prometedora como un árbol de mango.
Veinte varas de sal para cada familia de cristianos. Y aún más.
Sal que los arrieros nos cambiaban por el agua de lluvia.
Y aún más.

Ni sólidos ni líquidos los blanquísimos bordes de ese mar.
Bajo el sol de febrero destellaban más que el flanco de plata del
lenguado.

(Y quemaban las niñas de los ojos.)

A veces las mareas -hora del sol, hora de la luna- se alzaban como
lomos de caballo.

Mas siempre se volvían.

Hasta que un mal verano y un invierno las aguas afincaron para
tiempos
y ni rezos ni llantos pudieron apartarlas de los campos de sal.
Y el mar levantó techo.
Ahora que ya enterré a mi padre y a mi hermano mayor y mis hijos
/están
prontos a enterrarme,
han vuelto las Salinas altas y deslumbrantes bajo el sol.
Hay también unas grúas y unas torres que separan los ácidos del
cloro.

(Ya nada es del común.)
Y yo salgo muy poco pero Luis -el hijo de Julián me cuenta que los
perros no dejan acercarse.
Si parece mentira.
Mala leche tuvieron los hijos de los hijos de la sal.

Puta madre.

Qué de perros habrá para cuidar los blanquísimos campos donde el
mar
no termina y la tierra tampoco.

Qué de perros, Señor, qué oscuridad.

La araña cuelga demasiado lejos de la tierra

La araña cuelga demasiado lejos de la tierra,
tiene ocho patas peludas y rápidas como las mías
y tiene mal humor y puede ser grosera como yo
y tiene un sexo y una hembra -o macho, es difícil
saberlo en las arañas- y dos o tres amigos,
desde hace algunos años
almuerza todo lo que se enreda en su tela
y su apetito es casi como el mío, aunque yo pelo
los animales antes de morderlos y soy desordenado,
la araña cuelga demasiado lejos de la tierra
y ha de morir en su redonda casa de saliva,
y yo cuelgo demasiado lejos de la tierra
pero eso me preocupa: quisiera caminar alegremente
unos cuantos kilómetros sobre los gordos pastos
antes de que me entierren,
y ésa será mi habilidad.

 

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