Esta es una crónica de un sastre que espera, mientras realiza su trabajo, el momento en el que todo termine. Un relato de Andrés Felipe Yaya, artista colombiano.
Por: Andrés Felipe Yaya
En su recuerdo una vieja máquina de coser, desde hace una década, cose sin aplazamiento o evasivas, el vestido que llevará en la muerte. A las 8:00 a. m, en una de las esquinas de La Plaza del pueblo, don Hermes, acostumbrado a su oficio, abre la sastrería. Una pieza vieja de luz tenue, decrepita, con paredes de cal desteñida que recoge todo resquicio de polvo y carga un tufo a alcanfor. De pronto, golpes sordos vienen de afuera y se descargan en las cienes, regándosen por el cuerpo como una lluvia menuda que enfría la respiración. El cielo, cargado de un blanco hondo, opaca lo real. La calle parece, pues, desgajarse ante los ojos como un manojo de flores podridas.
Tuñido de su oficio, don Hermes está sentado en su máquina Singer doble pedal, semeja entonces, aquel grabado de Gustavo Doré, donde El Quijote, el Hidalgo, lee en su silla amenazado por un cúmulo de monstruos y criaturas medievales que nacen por encima de su cabeza. Hay, por lo visto, una especie de imaginario en el sastre que, intérprete de su propia costura, imprime en la rutina una serie de desvaríos, detenidos por una especie de desorden, ante un cuarto que crece como un niño muerto. Sabe, entre tanto, que a esta hora del día, las gentes del pueblo pasan desprevenida por las aceras. Una mujer camina, entre el vocerío de la plaza, suntuosa, con un paraguas amarillo, donde madura el día con aire de convalecencia. Reconoce, desde su rincón, los gritos de los vendedores que, apiñados en la periferia de la plaza, compran y venden artículos de segunda mano. Allí permanece sentado, obediente a su propio horario; adormilado como una iguana bajo el sol, pulsando un pedal podrido, cuyo traqueteo un tanto raquítico, lleva un tempo negro que agita las paredes desconchadas.
Don Hermes asumió la sastrería como oficio, ante todo, por responsabilidad después de la muerte de su padre. En su casa siete hermanos menores que él, resignados a vivir en una soledad con sombra propia, imposible de deshilvanar, hecha a trazos que, con el hambre se volvía palpable, pedían con grave acento el impulso del hermano mayor. Súbitamente aquel Hermes se echó a cuestas los gastos de la casa, encerrado día y noche, ceñido a las costuras, pegando botones, para lidiar con la pobreza de la familia. Me cuenta que en los días de calor, los píes le temblaban, las manos pegadas a la ropa le hacía creer que cosía una llaga que brotaba de su adentro. Ahora, para mayor fortuna, don Hermes solo lidia con el mismo y con un pasado que babea el sol día a día.
Desde hace 10 años, don Hermes, labora hasta las cinco de la tarde, con actitud segura y fiel al oficio. Luego, como un ritual, el hombre comienza a construir, poco a poco, el traje que llevará en la muerte. Llevado por un extraño sentimiento, don Hermes, al estar en constante contacto con las prendas, una noche se preguntó por el traje que llevaría en el viaje. Y, de pronto, la pregunta desencadenó un ritual diario que, regodeado en su desorden de retazos de tela apelotonadas, como un niño triste que sueña regido por otros compaces, construyó garabatos de prendas y formas, colores y materiales, en cuadernos de hojas amarillentas.
Tenía presente, como sastre clásico, marchar con una elegancia casi maniática. En los años que habían transcurrido, llevaba un sin número de prendas, diferentes todas, colgadas en el perchero sujetas con alambre, pero inseguro de ellas. Al borde de su realidad, tenía presente los pliegues, las costuras, los puntos, los terminales, con una minuciosidad que asusta por su perfección. Cortando una tela de gamuza pensaba en la muerte, con el rostro perplejo, desconsolado, mordiéndo las hilachas, sentía que ella, como el sol que brota del mar, nace en nosotros. Desconcertado percibió el olor a caña podrida que venía de las calles, tomó café, y se vío sus manos vacías como dos cántaros que esperan la estación de las lluvias. Pero esta vez, por un momento, se concentró en su nada.